Por Josep A. Borrell, Periodista e historiador
El 16 de noviembre del año 2010 la llamada
“dieta mediterránea” pasó a ser patrimonio cultural inmaterial de la humanidad
según Unesco por sus propiedades saludables. Se reconocía así más de medio
siglo de investigaciones científicas que habían llegado a la conclusión de que
la dieta tradicional de las comunidades que habitaban el Mediterráneo
constituía la base de la alimentación ideal. El alto consumo de frutas,
cereales y verduras, combinado con grasas como las del aceite de oliva y las
del pescado azul, así como la ingesta moderada (y regular) de vino, se
convertían en el mejor escudo protector ante las enfermedades coronarias, el
colesterol e incluso el deterioro cognitivo ocasionado por el envejecimiento.
Todo había empezado en 1948 cuando el profesor de la
Universidad de Princeton, Leland G. Allbaugh, estudió el modo de vida y la
alimentación de los habitantes de la isla de Creta, y se sorprendió de la baja
incidencia de enfermedades coronarias en este rincón del Egeo, en comparación a
los Estados Unidos. Un dato, particularmente sorprendente, dado que entonces se
consideraba que la nutrición de los isleños era insuficiente y poco rica en
proteínas. Sin embargo, los resultados ofrecían un resultado sorprendente: si
bien los cretenses sobrevivían con una dieta frugal basada en verduras y
pescado ésta resultaba de lo más sana.
El estudio fue completado más tarde por otra
investigación realizada por el fisiólogo norteamericano Ancel Keys con una
tabla de análisis comparativos a mayor escala entre poblaciones genéricas procedentes
de otros rincones de Grecia, Estados Unidos, Italia, Yugoslavia, Holanda,
Finlandia y Japón. Los volúmenes de población analizados eran ahora superiores,
y por tanto las posibles distorsiones podían ser aún mayores, pero en las
tablas comparativas se adivinó una conexión entre los hábitos alimentarios de
los tres países del Mediterráneo analizados y una baja incidencia de
enfermedades cardiovasculares.
Las pesquisas fueron evolucionando, y ya en la década
de los ochenta empezó a fraguarse un consenso en la comunidad científica ante
una evidencia: la dieta que las sociedades tradicionales del Mediterráneo
habrían practicado desde tiempos ancestrales, las habría protegido de numerosas
enfermedades y dolencias. No obstante, lo que no se reconocía en ninguno
de esos estudios es que todo este saber dietético estaba vinculado y unido a un
personaje que vivió en la isla griega de Kos, hace a 2.500 años, llamado
Hipócrates, que en cierta manera ya había avanzado estos resultados.
"Somos lo que comemos"
“Que el alimento sea tu medicina y la medicina sea tu
alimento” dejó escrito Hipócrates en algún momento del siglo V a. de C. como
atestiguan algunos capítulos del Corpus Hippocraticum. Actualmente, son
muchos los que le reconocen a este griego de la isla de Kos un papel
fundamental en la evolución de la ciencia médica. Su huella fue reconocido por
maestros de la época helenística como Herófilo de Caledonia y Eristarco de
Ceos; reputados médicos de Roma como Galeno e incluso filósofos de la Edad
Media como el catalán Arnau de Vilanova y el persa Avicena. No es por
casualidad aún hoy todos los médicos de todo mundo realizan el “juramento
hipocrático” antes de empezar a practicar su profesión. Pero son pocos los que
saben el papel clave que desempeñó con sus estudios de dietética.
El Corpus Hippocraticum, la colección de más
de cincuenta obras escritas en la Antigüedad, y en griego jónico, por
Hipócrates presta atención a los efectos de los alimentos en la salud, hasta el
punto que llegó a sentenciar esa máxima hoy tan extendida de que “somos lo que
comemos”. Sin duda, la vieja Grecia que tanto había reflexionado sobre
filosofía, matemática y urbanismo, también lo había hecho sobre
nutrición. Y sus conclusiones no estaban tan lejos de lo que demostró la
avanzada medicina occidental dos milenios más tarde.
El Koense se había entretenido en abordar un
minuciosos catálogo de las cualidades de los alimentos más comunes en la Grecia
de su época, y sus posibles efectos beneficiosos o nocivos para la salud.
Hipócrates fue el primero en razonar que la dieta estaba muy ligada
al bienestar de las personas, y propuso diversos régimen alimenticios según
estados de ánimo, malestares y edades del paciente. Señaló así, por ejemplo,
que los quesos envejecidos y la carne excesivamente saladas dañaban el hígado,
y en cambio las zanahorias y el apio eran diuréticas. Para Hipócrates los
rábanos combatían la hidropesía y en cambio la cebada con miel era ideales como
laxante. También aconsejaba a los jóvenes de temperamento caliente que
comieran pescado fresco y legumbres frías y húmedas, para aplacar sus ansias,
mientras a los ancianos melancólicos les recomendaba consumir más vino y carnes
calientes, para levantar el ánimo. En verano eran preferibles los platos
ligeros y pescados a la plancha, mientras que en invierno era preferible a
comer platos calientes cargados de especies.
Todas estas conclusiones no eran sugerencia que le
venían dadas por ningún oráculo, en conexión directa con el Olimpo, sino
fruto de la experiencia y la razón a las que llegó tras elaborar una teoría,
que en términos científicos actuales sería muy difícil del defender. Para
Hipócrates, el cuerpo humano estaba organizado en torno a cuatro líquidos (o
humores) cuyo equilibrio indicaba el estado de salud de la persona. Los
alimentos ayudaban a cuadrar esos equilibrios, y una buena o mala dieta podía
mejorar o empeorar un determinado cuadro clínico. Su hipótesis se sustentaba
además en que había cuatro ejes que determinaban la manera que el alimento se
transformaba en interior del cuerpo y eso influía en la calidad de los cuatro
humores producidos por el organismo. Esos cuatro ejes alimenticios de la teoría
hipocrática eran: caliente-frío; seco-húmedo; dulce-amargo y crudo-cocido.
Afortunadamente, la dietética ha avanzado
notablemente desde entonces y la base de las propuestas de Hipócrates son del
todo inasumibles. Pero en cambio, resulta sorprendente como el de Kos pudo
acertar en muchos de sus análisis alimenticios, tal como han demostrado los
avanzados análisis nutricionales actuales, a pesar de que las bases de su
teoría no se puedan sustentar.
¿Un Dr. House para la medicina griega?
En cualquier caso, y a pesar de sus errores teóricos,
lo que sí hay que reconocerle a Hipócrates es que fue uno de los
primeros en concebir que una adecuada alimentación era necesaria para
disfrutar de buena salud, y que sus recomendaciones, en general, tenían
mucho a ver con las propuestas alimenticias que ahora nos sugiere la
Organización Mundial de la Salud a través de los beneficios científicos
de la dieta mediterránea.
Probablemente, en los buenos consejos de Hipócrates
influyeron los hábitos alimenticios que tenían los griegos de su época, y
que se basaban en una dieta que no era precisamente rica, ni abundante en
proteínas. Por ello, sin saberlo, ni ser consciente Hipócrates, este especie de
Dr. House de la medicina griega, fue posiblemente el padre intelectual de
lo que hoy conocemos como dieta mediterránea.
¿Y qué comían los griegos de los tiempos de
Hipócrates? Raquel López Melero, profesora de la Universidad Autónoma de
Madrid, nos señala en Así vivieron en la antigua Grecia (Anaya, 2009)
que la base de la alimentación de esos griegos de hace 2.500 años eran los
cereales: trigo y tortas de cebada. También consumían legumbres, aceitunas,
higos, nueces, miel y gran cantidad de cebollas y ajos. Las frutas frescas, con
la excepción de las uvas en tiempos de la vendimia y algunos frutos del bosque,
eran escasas. Las proteínas procedían mayoritariamente del queso (de cabra y
oveja) y el pescado (especialmente azul: sardinas y boquerones). Se comía a la
vez mucho salazón, dado que éste era el único sistema disponible de
preservación de los alimentos en una tierra calurosa que no conocía aún los
poderes conservantes del frío.
La Grecia de entonces, como la de hoy, es tierra
yerma. Las últimas estribaciones de la península de los Balcanes son terrenos
difíciles de cultivar por su orografía montañosa y la escasez de agua.
Además, las altas temperaturas que se consiguen allí en verano y la
poca fertilidad de los suelos determinaron que la dieta que se seguía en
Grecia era pobre en carnes, incluso la de cerdo (un auténtico lujo
para los festines de los habitantes del Egeo) dada la falta de pastos. En
cambio, dado los innumerables kilómetros de costa era rica en pescado.
¿Cómo llegó Hipócrates a sus conclusiones? Éste había
nacido en una familia que era depositaria de los secretos de Asclepio, el dios
de la medicina griega, en torno al año 460 a. de C. Tuvo seguramente una larga
vida. Algunas fuentes incluso señalan que llegó a los 80 años, aunque otras
indican que falleció en el 377 a de C, con los cual llegó a vivir 63 años. En
cualquiera de los casos una larga vida según los parámetros de la
época. Su padre Heráclides le instruyó en la medicina
tradicional, que aún tenía una sólida base mágica y religiosa, por que hasta
entonces el médico era más bien un sacerdote dedicado al culto de Asclepio más
que un sanador en el sentido moderno del término. Por eso en algunas crónicas
se le denomina el “asclepiada” como apelativo.
El legado del sabio de Kos
Hipócrates, no fue un discípulo de Asclepio como su
padre. Viajó por todo el Mediterráneo oriental y conoció los avances de las
medicinas de Egipto, Mesopotamia y Anatolia, así como sus técnicas
quirúrgicas y sus farmacias. También se desplazó a Atenas y conoció a
Sócrates -y alguno de sus seguidores- que aplicaban la razón y la experiencia a
sus reflexiones sobre la naturaleza. Un saber que Hipócrates aprehendió y aplicó
a los procesos curativos de los asclepiades, hasta el punto de crear una
escuela propia de medicina en su isla natal. Fue, por ello, probablemente
el primero en Grecia que entendió que debía separarse la medicina de la magia,
y por ello debía intentarse comprender el porqué de las enfermedades y sus
posibles curas.
Como señala Roy Potter en su Breve historia de la
medicina (Taurus, 2003) la medicina hipocrática tenía grandes deficiencias
por que sabía poco de anatomía o fisiología, pero logro designar la enfermedad
como un trastorno del individuo. “La vida es corta, el arte duradero, la
oportunidad efímera, la experiencia engañosa, el juico difícil” proclama el
primero de los aforismos hipocráticos.
Nos falta saber mucho aún sobre la vida de Hipócrates.
Aunque Platón y Aristóteles hablaron de él, en verdad se desconoce casi todo.
La profesora de la Universidad de Barcelona, Eulàlia Vintró, en su introducción
a la traducción del Corpus Hipocraticum que publicó la prestigiosa
Fundación Bernat Metge, cuenta que Hipócrates ganó mucha fama en la Grecia del
siglo V a. de C. por su actividad terapéutica y “fue objeto de admiración
tan grande que incluso Perdicas, rey de Macedonia, tísico lo llamó
públicamente”. No obstante, Hipócrates descubrió que la enfermedad del monarca
no era somática sino anímica, y que Perdicas estaba en verdad enfermo de amor
por una de sus concubinas, Filás. Rechazó entrar al servicio de los persas y
evitó con sus recomendaciones que una epidemia de peste procedente del país de
los Ilirios afectara a los ciudadanos del Ática.
Hipócrates murió viejo, y fue enterrado en un lugar
aún hoy conocido de Tesalia, por que durante mucho tiempo hubo allí un enjambre
de abejas, cuya miel era utilizada por las nodrizas para fortalecer a los recién
nacidos. Tal vez fuera ese su último legado.
En la isla de Kos, no obstante, aún se cree que
sobre Hipócrates no se ha escrito la última palabra. ¿Acaso la isla no
merecería ser reconocida por Unesco como cuna de la dieta mediterránea? ¿A
que esperan las grandes multinacionales de la alimentación a rendir un
reconocimiento a este sabio griego hijo de Kos? ¿No deberían tal vez los más
importantes cocineros y maestros del yantar visitar la isla, y tal vez
proyectar desde allí la cocina saludable que debería alimentar la humanidad los
próximos 2.500 años?
Quizá en un momento tan agitado y triste como el que
viven los griegos de a pié del siglo XXI sería el momento de empezar a pagarles
nuestra deuda con su historia, aunque solo sea por los derechos de autor de
todo este saber. Y para empezar… ¿Qué tal si este verano nos vamos a la isla de
Kos? La aerolínea Vueling tiene unos interesantes vuelos directos desde España.
Autor: Josep A. Borrell,
Periodista e historiador, para www.greciainfo.com
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